lunes, 26 de octubre de 2009

La transfusión...

Estaba sola, regresé a mi casa con los análisis en la mano, el resultado era más que desalentador “cardioesclerósis”. Mi corazón se endureció, quería dejar de trabajar, bombeaba tan poca sangre que esta comenzó a sufrir alteraciones.

Me dejé caer sobre la cama y repasé los comentarios del doctor:

_Tienen ud. el nivel sanguíneo de un infante, no me explico cómo logra seguir en pié. Es urgente calmar su sistema nervioso, en esta situación cualquier alteración sería fatal. Aquí no le podemos atender, busque inmediatamente una clínica que disponga personal a su cuidado e inicien una transfusión emergente. Serán necesario por lo menos 5 donantes, una sola persona pondría en riesgo su vida si pierde la sangre que usted necesita.

No se preocupe, con una buena atención Ud. Estará bien. Llame a su familia y prepárese para disfrutar de un buen coctel de rica y revitalizante sangre -dijo con una sonrisa como intentando romper el silencio tenso que se había creado.

Llamar a mi familia, ja, estaba sola, como nunca, como nadie. Cómo llamar a alguien si sólo deseaba estar sola. Para qué buscar una clínica si finalmente no habría donantes. No sabía qué hacer. Así recostada en la cama, me encorvé para intentar combatir el frio más fuerte del peor invierno de mi vida o tal vez, del último.

Timbró el teléfono, dude en levantarme, al fin que importaba ya perder una llamada telefónica. Siguió insistiendo el ensordecedor tono hasta que me obligó a contestar.

_Bueno

_Hola ¿cómo estás? te sorprenderá que te llame, pero necesito un favor, cuestiones técnicas tu sabes.

bah! Sonreí para mí, la vida me estaba jugando otra de sus malas bromas, en estas circunstancias donde no soy suficiente para mí, alguien me necesita. Después de unos segundos de silencio, respondí.

_Claro, con todo gusto. Tengo algo de trabajo, pero seguro podré buscar un poco de tiempo.

_Si no es mucho problema, claro. Pasa que me encantaría que fueras tu y abusando un poquito de la confianza, me decidí a llamarte.

_Gracias por pensar en mí, será un placer. Podríamos hablar mañana para ponernos de acuerdo.

_Perfecto, muchas gracias, te veo mañana.

Colgué y nuevamente sentí desvanecerme, me senté apresuradamente. Pensé en comer un poco, pero no fue buena idea, mi organismo parecía negarse a recibir vida, tenía una decisión de abandonarme y así hacer perfecta mi soledad.

Pasaron un par de días, quise continuar mis actividades normales hasta entender lo que estaba pasando. Mi cuerpo se veía demacrado, mis fuerzas me traicionaban, pero como siempre; la prisa cotidiana de la oficina permitió ocultar mi estado, nadie se percató de nada.

Él, comenzó a llamarme con más frecuencia. Las cuestiones técnicas a consultar eran el pretexto, pero parecían haber pasado a segundo término.

_Te he notado triste ¿estás bien? puedo ayudar en algo…

_Si, no te preocupes, es la falta de costumbre de trabajar -sonreí un poco y traté de cambiar mi tono de voz afligido, aunque fuera esto casi imposible.

Sonrío conmigo y dijo _entonces es el momento perfecto para discutir del trabajo, en compañía de un buen trago, así podría corresponder un poco.

_Claro - sonreí y argumenté que tenía que irme pero pronto iríamos a tomar algo.

Los días pasaban, mi mal estado era tan notorio e invisible para mis compañeros de oficina, que no pude dejar de reflejarme en ellos. Ese era mi mundo, el del estrés, el de lo urgente, el de convivir con seres que me son útiles y nada más.

Salí de trabajar y lo encontré…

_Vamos a tomar algo, tú no estás bien y me gustaría que confiaras en mí.

Me dejó fría, aún no lograba asimilar en mi cabeza lo que estaba pasando, no sabía cómo manejarlo a los demás. Fue tan sorpresivo que no pude argumentar ninguna excusa y accedí a su invitación.

Hablé y hablé por largas horas. Lo vi tan atento, tan resuelto a ayudarme y yo tan asustada y urgente de una salvación, que no dudé en sentirme afortunada.

Aunque con temor, acepté hospitalizarme. Me vi llena de artefactos, todos para mi desconocidos. Recuerdo como odiaba ese quedo sonido del monitor cardiaco. Me recordaba a cada minuto que estaba muriendo, era como una voz que me decía “ya no puedes, tú no puedes…”.

Pasé la primera noche, ahí, sola, escuchando aquella periódica vocecita desalentadora. Al otro día muy puntual, estaba ahí, con una gran sonrisa, dispuesto a lo que se necesitara. Me abrazó fuertemente, me llené de miedo; hacía tanto que nadie me abrazaba, que no quería que mi vida tomara sentido justo cuando estaba por terminar. Me separé de él y comenté que el doctor había llegado. Estuvo atento a cada indicación, había resuelto hacer lo necesario para ayudarme.

_Por ahora necesitaremos sólo un poco de su sangre para mantener el nivel mínimo, pero será preciso que consiga otros donantes.

_NO, -dije apresuradamente. _No puedo aceptar eso, además, no habrá más donantes, será en vano. No quiero que me hagan nada, no lo necesito, así he sobrevivido y lo haré hasta que mi corazón decida no más. No quiero su sangre ¡no quiero su sangre! -comencé a gritar desesperada como si algo temiera-._No admitiré aumentar el riesgo, ni siquiera sabemos si su sangre es sana.

No sabía que más decir para hacerlo desistir, estaba horrorizada de la vida, no sabía cómo vivirla y cada gota eran horas de incertidumbre en este mundo. Junto a él, junto a todos o de nuevo junto a mi soledad.

_Srita. Entiendo si ud. decide no aceptar la transfusión, pero le recuerdo que su vida corre peligro y no garantizo que su corazón resista mucho tiempo más. La Cardioesclerosis y los bajos niveles sanguíneos le están desgastando rápidamente. Hablen un momento y regreso para conocer su resolución. -Se dio la vuelta y salió.

_Por favor, confía en mí y permíteme donar un poco de mi sangre, no me hará daño, puedo hacerlo y tu lo necesitas. Mi vida no ha sido la más sana, pero créeme que me he propuesto una saludable rutina para que te sea del mayor provecho. Entiendo tu temor, sé que no confías en mí, pero dame la oportunidad y corramos el riesgo de vivir un poco -sonrío.

Accedí, nunca entendí por qué, pero algo de mi quería hacerlo y en medio de mi miedo de vida, le di un No a la muerte.

Pasaron casi dos meses. Él era el único donante, no había nadie más a mi lado y el aceptó una rutina de medicamentos y dieta saludable para resistir las transfusiones. Cuando él estaba ahí, en la otra cama, opacaba mi monitor, su latido era tan fuerte, que sólo con escucharlo me hacía vivir.

Con el paso del tiempo, mis signos vitales iban mejorando. Esa vocecita atormentadora se hacía más fuerte. Me gustaba escuchar los dos monitores y él ahí, con vida para dar. Si se iba o llegaba, ya no había cambio en los latidos monitoreados, mi corazón ya no era opacado, estaba viva, como nunca, pero no me bastaba. Era una especie de vicio recibir su vida.

Durante todo este tiempo se mostró feliz, parecía que liberarse de su sangre le hacía bien. Asumí que nos estábamos ayudando mutuamente. Esto facilitó no sentirme en deuda.

Llegó el martes por la mañana, esperaba con gusto aquella sonrisa dispuesta a conectarse a mí. Llegó el medio día y la cama al lado seguía sola. No fue, no llegó a la cita y no fue capaz de avisarme. Temí por mi vida y lo juzgué egoísta. No fui consciente de la fuerza que yo había adquirido, de su desgaste, de su dolor... Sólo pensaba en mí, sólo quería estar segura, sólo quería escuchar el constante tono de la máquina cardiaca, sin darme cuenta de mis latidos que se multiplicaban mientras los suyos se apagaban.

Sentí coraje, dolor, impotencia, desaliento, sentí todo. Si estaba sola antes, ahora a mi soledad se sumaba su ausencia. Me arrepentí de mi ilusión, de haber decidido vivir para al final sólo doliera más mi partida. Le odié, odie su vida que sólo haría más grande mi muerte.

Salí del hospital. Los doctores aseguraban que mi salud estaba estable, pero yo me sentí caer poco a poco. Antes no podía morir porque no tenía vida, pero ahora sí. Era como si la muerte se riera a carcajadas de mi ilusoria fantasía, de mi ingenuidad al creer en mi cuento de hadas, al creerme rescatada por el príncipe.

Pasé los años más difíciles de mi “vida”, mi corazón latía con facilidad, su rigidez había sido vencida, mi sangre inundaba todo mi cuerpo, pero yo no podía mantenerme en pié. No lograba sentir la vida. Era obvio, nadie puede vivir con la vida de otros -pensaba- asumí mi error, era el precio que tendría que pagar por desear vivir, por aceptar recibir. 

Finalmente si estamos solos, nos aseguramos que nadie nos podrá hacer daño.

Con el tiempo, creo que mi cuerpo reconoció la vida como propia, recobró la fuerza. Era como si hubiera purificado aquella sangre que sentía ajena. No quería recordar aquel tiempo de “vida” de una felicidad que acepté sin reservas. Me negaba volver a sentirme feliz, aquel estado me dolía, prefería el dolor, el desconcierto.

Para qué VIVIR si dura poco. Para qué los otros, si al final se van.

Ahora que estoy viva y me siento por fin ¡viva!

Pude regresar al hospital. Aunque me habían recomendado chequeos anuales, no podía, ese lugar me dolía, me recordaba aquel dolor de la cama sola, de mi ilusión desecha.

Me sorprendió mi deseo de entrar. No tenía conmigo el expediente, pero decidí entrar, sólo por preguntar cualquier cosa, por volver a respirar ese lugar.

Recorrí lentamente sus pasillos, me topé con el doctor que me atendió, sonrío abiertamente y me dijo “que bien te ves” sabía que ibas a volver. Él no quería avisarte, pero que bueno que se decidiera.

_¿él?

No entendí nada, yo estaba ahí por casualidad, logrando superar aquella mala jugada de la vida.

El doctor me hizo la seña que pasara, entré y ahí estaba, con una vocecita que lentamente le murmuraba su muerte, junto a una cama sola, pero él no esperaba a nadie.

No pude hacer nada más que soltarme a llorar y sentir toda esa vida que me negaba a aceptar, que la derrochaba sin saber que alguien había renunciado a ella, seguro que yo la merecía más. Mi cuerpo se inundó de él, quise vivir para vivirlo. Quise darle vida… pero no era medicamente posible.

Despertó y le sorprendió verme, hizo el esfuerzo por mostrar aquella sonrisa que tanta vida me daba. Quise pedirle perdón, reconocer lo injusta y egoísta que fui. Agradecer su desinteresado servicio, su AMOR. Jamás me sentí tan amada.

En un instante reconocí todo lo que había hecho en mí; mi vida, mi fe, mi amor. Todo lo que no tenía, lo dio para mí a cambio de nada. Aceptó incluso mis reclamos por haberse ido, se sintió en deuda por no haber dado más. Y yo, egoísta, QUERIENDO seguía exigiendo, él, AMANDO le dolía no poder dar más.

Fue allí donde desperté de la transfusión. No fue en aquel momento en que vi la otra cama vacía y yo esperando recibir. Fue aquí, con el alma plena y mi credencial de NO DONADORA, donde la impotencia se apoderó de mí, donde acepté que no sería yo quien pudiera compartirle vida.

No lo merezco, dar mi sangre me haría sentir una deuda saldada y no es así. Jamás se puede corresponder a quien te da su vida, aun intentando pagar con la misma, es la suya propia la que recibe.

Ahora está bien, como en aquel entonces. Antes de mí.

A mí me costó todo este tiempo aprender a disfrutar de tu vida, a ti, reponerte de aquel mi egoísta tiempo de exigir.

No sabes como hace brotar mis emocionadas lágrimas escuchar cada uno de mis latidos, que no hacen sino hablar de ti. Y como detesto ese breve enunciado en letras rojas en mi expediente de: NO DONADORA, que te separa de mí.